(...) Me tomó en brazos en cuanto estuvimos a solas. Atravesamos el umbrío jardín sin detenernos hasta llegar a un banco debajo de los madroños. Se sentó allí, acunándome contra su pecho. Visible a través de las vaporosas nubes, la luna lucía ya en lo alto e iluminaba con su nívea luz el rostro de Edward. Sus facciones eran severas y tenía los ojos turbados.
- ¿Qué te preocupa? -le interrumpí con suavidad.
Me ignoró sin apartar los ojos de la luna.
- El crepúsculo, otra vez -murmuró-. Otro final. No importa lo perfecto que sea el día, siempre ha de acabar.
- Algunas cosas no tienen por qué terminar -musité entre dientes, de repente tensa.
Suspiró. (...)
Stephenie Meyer . Crepúsculo, un amor peligroso
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